Por Siete.
Cuentos para esperar la micro.Ya casi tres vueltas en auto alrededor de la plaza y los cabellos de ella seguían atados a la guantera. Repentinamente, tras haber cercado la isla de arbustos y niños, la halló pérdida en un libro y reconoció como caía trenzado por su hombro aquel pérfido vestigio suyo que reposaba en un rincón de su acorazado corcel metálico. Ella notó su presencia y presionó el librillo tantas veces hojeado. Y entonces la cursilería modesta de un cambio de luces de vehículo a banquillo. De ojos a labios. De ojos a pechos.
Su sonrisa barata y encantadora. Ella le ríe a lo lejos y simula nuevamente volver a su empedernida lectura. Él, aún dentro de su refugio de macho, apaga el motor del vehículo. Se rasca la entrepierna, sudada por la jornada y se baja de la nave que lo cela sagaz en las avenidas.
Caluroso el día que caldea la plazoleta. El grito de los niños, el chirrido de un columpio abandonado.
Las hojas crujen al paso del hombre. Cruza el jardín con las manos dentro de sus bolsillos, como ocultando las labradoras herramientas por la incómoda rutina de su presencia en la plaza.
Lo recorre con sus ojos de gata poblacional. El uniforme impecable que la aprisiona como botella, empaquetada de rosa y el maquillaje transpirado que se difusa con el sol.
Se sienta recién, frente a ella, y extiende sus manos, abarcando casi todo el banco, como queriendo poseer de la misma forma un futuro que no tiene.
Abre sus piernas desnudas para cambiar de lado, ahora la izquierda descansará sobre la derecha. Y es en esa agónica fracción de segundo en que fija su mirada en el oscuro abismo sombreado que se abre en el cambio de piernas. Y de cómo apoya con suavidad un muslo sobre otro. Sus muslos firmes cruzados con los suyos, presionándolos como poseyéndolos. De como ella ahoga la almohada con sus dedos cuando él la sujeta por las caderas y susurra secretos en sus pezones erguidos. Un gemido rasgado entre las sábanas, la respiración boca abajo contra el colchón. Una gota de sudor que cae de la frente morena al circular vientre que lo preside, la lengua humedeciendo los cuerpos. El orgasmo agitado en su oído.
Él vuelve a estirarse en el banco. Ella reposa con el libro en el banquillo del frente. El deseo es ella refugiada en la guantera. Él vive atrapado en las letras del libro que sostienen sus manos. Y el faro de la plaza enciende las luces de pantallas rotas, mientras la tierra les empolva la cara, frente a frente, a la distancia.
Su sonrisa barata y encantadora. Ella le ríe a lo lejos y simula nuevamente volver a su empedernida lectura. Él, aún dentro de su refugio de macho, apaga el motor del vehículo. Se rasca la entrepierna, sudada por la jornada y se baja de la nave que lo cela sagaz en las avenidas.
Caluroso el día que caldea la plazoleta. El grito de los niños, el chirrido de un columpio abandonado.
Las hojas crujen al paso del hombre. Cruza el jardín con las manos dentro de sus bolsillos, como ocultando las labradoras herramientas por la incómoda rutina de su presencia en la plaza.
Lo recorre con sus ojos de gata poblacional. El uniforme impecable que la aprisiona como botella, empaquetada de rosa y el maquillaje transpirado que se difusa con el sol.
Se sienta recién, frente a ella, y extiende sus manos, abarcando casi todo el banco, como queriendo poseer de la misma forma un futuro que no tiene.
Abre sus piernas desnudas para cambiar de lado, ahora la izquierda descansará sobre la derecha. Y es en esa agónica fracción de segundo en que fija su mirada en el oscuro abismo sombreado que se abre en el cambio de piernas. Y de cómo apoya con suavidad un muslo sobre otro. Sus muslos firmes cruzados con los suyos, presionándolos como poseyéndolos. De como ella ahoga la almohada con sus dedos cuando él la sujeta por las caderas y susurra secretos en sus pezones erguidos. Un gemido rasgado entre las sábanas, la respiración boca abajo contra el colchón. Una gota de sudor que cae de la frente morena al circular vientre que lo preside, la lengua humedeciendo los cuerpos. El orgasmo agitado en su oído.
Él vuelve a estirarse en el banco. Ella reposa con el libro en el banquillo del frente. El deseo es ella refugiada en la guantera. Él vive atrapado en las letras del libro que sostienen sus manos. Y el faro de la plaza enciende las luces de pantallas rotas, mientras la tierra les empolva la cara, frente a frente, a la distancia.
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